Terror Molins 2017: HABIT, la familia es lo primero

Basada en la novela homónima de Stephen McGeagh, se presenta en España por primera vez en el de Cine de de Molins de Rei. Ante mi desconocimiento total sobre la obra original en la que se basa, pude enfrentarme a su visionado completamente virgen. Un milagro en estos tiempos que corren. Lo malo es que, debo reconocerlo, he salido de él bastante desconcertado. Y diría que no en el buen sentido. En todo caso, vayamos por partes.

Habit

Lo primero que llama la atención de es su excelente trabajo de ambientación que consigue sumergirnos de pleno en la ciudad de Manchester. Concretamente en sus pubs, prostíbulos y barrios marginales. Nos sentiremos como si fuéramos un cani alcohólico británico más. Su factura técnica resulta impecable y está extremadamente cuidada aun tratándose claramente de una producción independiente más bien modesta.

Sus actores tampoco desentonan: Elliot James Langridge ofrece un trabajo muy solvente como protagonista y la enigmática a la par que adorable presencia de nos atrae desde un primer momento. En general, casi todas las interpretaciones del film rozan el mismo nivel con una notable excepción. Robert Beck está absolutamente fuera de tono y cualquiera de sus ridículas aportaciones provoca vergüenza ajena en cantidades industriales. Irónicamente, sus escenas acaban siendo lo mejor de todo el metraje.

Y es que funciona mucho mejor cuando no se toma a sí misma demasiado en serio. Sus primeros compases se ven muy beneficiados gracias a un tono ligero que mezcla toques de con gotas de humor negro resultando en una combinación muy orgánica a la par que entretenida. Si bien nos sentiremos intrigados, no tendremos mucha prisa en saber por dónde va a tirar la trama. El viaje es lo suficientemente placentero como para que no nos preocupe desconocer el destino.

Habit

El problema, como ya os imaginaréis, viene cuando el argumento decide mostrar sus cartas: el interés tarda menos en decaer que las motivaciones de sus personajes en difuminarse. Y en cuanto lo hacen desaparece por completo cualquier atisbo de empatía que hasta el momento pudiéramos sentir por ellos. Digno de mención es el flaco favor que les hace el guionista, condenándolos a desaparecer de la pantalla arbitrariamente por mucho más tiempo del deseable y, en ocasiones, sin explicación alguna (estoy casi seguro de que el personaje de Andrew Ellis se desvanece sin más antes del último acto).

Unos altibajos de ritmo dignos de la más impía montaña rusa y un final de lo más anticlimático acaban de rematar una película que no sé todavía muy bien qué es lo que me querían contar sus responsables con ella. Quizá la culpa fuera mía. Igual no supe leer entre líneas o me perdí su trasfondo por culpa de distraerme con los múltiples bostezos que se oían en la sala. A saber.

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