Sin olvido

Sin olvido, road trip por el nazismo

Desde que en 1993 Eslovaquia enviara su primera película a los Oscar como Mejor Película Extranjera hasta ahora, ninguna de estas obras ha sido escogida por la Academia de Hollywood para participar en la ceremonia. Eso no quiere significar nada, claro, pero como poco hace arquear una ceja. Hay que tener en cuenta que es un país prácticamente sin industria, en el que (según Wikipedia, ojo) se pueden contar 350 películas hechas en total desde 1921 hasta la actualidad. Y Martin Sulik es, sin duda, su director más respetado dentro de esta pequeña, pequeñísima industria. Suyas son siete de las 27 películas que se han intentado llevar a los Óscar. Lo fue la primera, Everything I Like, y lo es la anteúltima, Sin olvido, que aunque peca de no encontrar un balance entre la gravedad de la historia que está contando y su alma de road trip, resulta una experiencia agradable. Sin tirar cohetes ni ponernos laureles de descubridores de un “nuevo tipo de cine”, Sin olvido es una nadería que, tristemente, se toma muy en serio a sí misma.

Sin olvido

Y no es para menos: Sulik propone una trama en la que dos personas, Ali, un intérprete eslovaco cuyos padres fueron asesinados en la II Guerra Mundial, y Georg, el hijo del asesino de los mismos, se embarcan en un viaje por Eslovaquia tratando de seguir los pasos del padre del segundo. Un paseo por el nazismo que en realidad es un paseo por la personalidad de ambos, contrapuesta y al mismo tiempo complementaria. Georg es divertido, extrovertido y seductor, y Ali es reservado y nostálgico. Vaya, parece que tendrán que aprender algo el uno del otro. 

No tengo nada en contra de las películas de road trip, pero sí cuando estas forman una extraña mezcolanza con una dinámica de La extraña pareja y además le ponen el telón de fondo del nazismo, juntándose de forma muy artificiosa y poco orgánica. Parece que Sin olvido está hecha de retales de otras películas: en una escena, Georg y Ali descubren unas fotos de la época nazi y se conmocionan. Pero en la escena siguiente, unas chicas viajan con ellos y les hacen insinuaciones sexuales. Y poco después, irán juntos a una piscina donde mostrarán sus diferencias a la hora de ver la vida. Al final, ni chicha ni limoná. Ni me emociona, ni me enseña, ni me interesan sus personajes. A la extraña amalgama le faltaban un par de pases más con la batidora para hilvanarla del todo.

No es culpa de sus actores, desde luego, que se desviven por sus papeles: por un lado, el apocado Jirí Menzel, un director, actor y guionista checo que ganó el Oscar en 1967 por Trenes rigurosamente vigilados y que falleció hace apenas un par de semanas, siendo esta su última aparición delante de una cámara. Menzel brinda una actuación repleta de contención y en la que la exasperación mal disimulada es uno de sus puntos clave. Junto a él está un reivindicado y reivindicable Peter Simonischek, más conocido como “el padre de Toni Erdmann”, que realiza una interpretación no muy alejada de aquella, con cierto deje canalla y de clásico cuñado. La química entre ambos es lo más poderoso de la cinta. 

Sin olvido

Pero esta química no exenta de ligereza no esconde que la película tiene ínfulas de grandeza y de notoriedad que no llevan a ningún lado. No hay un comentario sobre el nazismo que se salga de “Buf, la verdad es que fue terrible” ni una revelación sobre los propios personajes que te haga recapacitar sobre lo ocurrido. La pareja de víctima y verdugo no ofrecen nada nuevo al respecto, hasta el punto en el que uno puede olvidarse de que ese es el motor de la película (de hecho, incluso en el póster español han puesto una esvástica bien grande con Photoshop para que no nos olvidemos que trata el tema). El fascismo y la masacre son una excusa para contar otra historia que quizá le apetecía más a su director.

¿Qué problema habría con contar la vida de dos señores perdidos en el mundo que se complementan y aprenden a respetarse por el camino? ¿Hay necesidad de meter tres escenas sobre la barbarie nazi para darle más empaque y sensación de “película importante”? En lo personal, hubiera preferido un viaje en Blablacar que sale regular. Al final, Sin olvido cumple todas las condiciones de un road trip: hay situaciones inesperadas, cosas que salen mal, el coche no acaba bien parado y los personajes tienen roces pero también risas. Hacia el final, eso sí, decide dar un giro hacia lo trágico que, una vez más, trata de dar más profundidad a la película (sin conseguirlo). 

Sin olvido pasa por nuestra vida como un viaje de fin de semana montado en el coche de conocidos con los que no tienes amistad: es entretenido mientras ocurre pero no cambia nuestra vida ni lo recordamos especialmente. Es interesante más por acercarse al cine eslovaco que por la película en sí misma, que no decide bien su género ni sus intenciones más allá de una escena inicial de humor involuntario absolutamente soberbia. Intenta abarcar tantas cosas en apenas dos horas que se queda a medias de todo. Una oportunidad perdida.

Sin olvido (Tlmocník, Martin Sulik, 2018) ⭐️⭐️½

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