Jauja, de Lisandro Alonso, describía el periplo de un capitán danés confinado en la Patagonia, en la época de los conquistadores, en busca de su hija desaparecida. Su figura, poco a poco, iba difuminándose contra las rocas y el desierto hasta que el viaje establecía lazos con el presente, mediante un agujero de gusano representado en forma de roca. En Little Crusader, el padre de Janek se sube a su caballo y se embarca en un viaje muy similar al descrito antes. Su hijo ha desaparecido: un buen día, decide embarcarse en las cruzadas infantiles, un mito que la religión católica niega aceptar y del cual apenas hay constancias legítimas. Durante su empresa, la figura del abnegado padre, al igual que el personaje de Mortensen, parece que llegara a desdibujar lo que entendemos como tiempo.
El realizador Václav Kadrnka se siente fascinado por este enigmático suceso de las cruzadas infantiles y toma de base un poema épico del Siglo XIX del poeta checo Jaroslav Vrchlický para depurar el ojo humano. Construye su obra, un portento milagroso, en base a tomas largas y silentes, como queriendo aprehender el tiempo, y el paso de éste, y haciéndonos partícipe de la angustia de un padre que no acaba de encontrar a su hijo. Apuntalada por un maravilloso sentido de la elipsis, en la que el paso del tiempo se muestra, delicadamente, sobre un bordado que va deshaciéndose, único instrumento que posee el padre, desesperado, para encontrar a su hijo.
Little Crusader es, ante todo, una experiencia sensorial, en la que la música se encuentra en perfecta sincronía con el, importante, sonido ambiente. Una pequeña obra que, en su humildad y pureza formal y argumental, consigue trascender, limpiar la mirada y emocionar. Si la última intención de la religión es hacernos mejores personas, Little Crusader es, ante todo y sobre todo, una película religiosa.