Como ha subrayado la prensa cultural estos días, resulta imposible hacer una película histórica sobre Napoleón. A las fuertes contradicciones que concitó en su personalidad y a las discrepancias entre los historiadores sobre su figura hay que añadir —y esto es decisivo— el hecho de que los mitos se elevan por encima de la Historia. Y Napoleón es un mito nacionalista, referencia revolucionaria para unos, modelo de la “grandeur” francesa para otros.
Los carteles de esta película, junto al del director, privilegian el nombre del guionista David Scarpa. Con ello se subraya la autoría de quien escribe el argumento desde su perspectiva concreta, haciendo una interpretación personal de la convulsa y contradictoria vida del militar autócrata. Por su parte, el espectador medianamente atento ha de preguntarse qué sentido tiene una biografía fílmica de Napoleón en 2023.
El espectador desprejuiciado valora el cine de Ridley Scott por su capacidad para el espectáculo visual sin menoscabo de reflexiones e indagaciones acerca de la condición humana, la historia o las preguntas más radicales. Desde filmes casi intimistas como Marte (The Martian) (2015) a renovaciones de género como Alien, el octavo pasajero (1979) pasando por obras singulares como Thelma & Louise (1991) capaces de recoger tendencias contemporáneas, Scott ha marcado una época. Además, en su curriculum figuran películas que lo hacían candidato para un nuevo Napoleón. Me refiero a obras de ambientación histórica transidas por la leyenda o directamente ficciones como Gladiator (2000), El reino de los cielos (2005) o Exodus: dioses y reyes (2014).
En este Napoleón el director maneja con maestría la puesta en escena y nos proporciona una historia que combina las grandes batallas con la más frágil intimidad del dirigente corso. El Napoleón valiente y temerario que conquista el puerto de Toulon va evolucionando hasta su decrepitud de Waterloo. Scott disfruta con las batallas y muestra su dominio del espectáculo, aunque a veces le falta desarrollo narrativo. Solventa esto otorgando una perspectiva singular: así, una de las grandes batallas de las guerras napoleónicas, Austerlitz, queda potenciada por el lago helado en que pueden perecer los austríacos y rusos. La épica de las batallas, con planos majestuosos de formaciones militares, sonidos sobrecogedores, detalles de violencia extrema y comportamientos regidos por un sentido del honor que nos traslada a otro mundo, tienen mucha fuerza en esta película. Pero no son nada nuevo en el cine de Ridley Scott.
El guion busca indagar en la personalidad más íntima del emperador y se centra en las relaciones con Josefina. Queda subrayado cómo su amor sincero por ella casa mal con el deseo de descendencia y la necesidad de un heredero que prolongue la dinastía inaugurada por el militar corso. Algunas de las secuencias de esta relación, salpimentadas con momentos de humor, son de lo mejor de la película.
La opción por contar prácticamente la vida completa de Napoleón lleva el relato a cierta composición en viñetas, secuencias breves que condensan episodios necesitados de mayor desarrollo y estructura dramática. Esto podría disculparse si el retrato de Napoleón tuviera mayor consistencia. Hay que reconocer que la elección de Joaquin Phoenix es muy acertada, pues da un tipo con un trasfondo entre desequilibrado y perverso que le viene bien al personaje. Queda bien dibujada la sed de poder y la megalomanía del dirigente, sus extravagancias y su impermeabilidad a las opiniones ajenas.
Sin embargo, Ridley Scott no se ocupa de la pregunta fundamental que hoy nos deberíamos hacer: cómo ha sido posible que alcanzara el poder este visionario y sembrara Europa de guerras con 3 millones de muertos, como advierte el rótulo final. Toda película que trata sobre el pasado histórico necesariamente habla del presente. Rodar hoy una “biografía” de Napoleón no tiene sentido sin ver en este referente histórico y su borrachera nacionalista un precedente de conductas que, en diverso grado, podemos identificar en Putin, Erdogan, Bashar al-Asad o Netanyahu.
El director omite cualquier explicación o reflexión sobre el acceso al poder. Por ejemplo, cuando, habiendo sido defenestrado en 1814 en la isla de Elba, regresa un año después y se hace con el control del país, la película se limita a explicar este hecho con una arenga a una tropa que cae rendida. Es decir, se subraya la condición carismática del dirigente sin profundizar en el cambio de la sociedad que, en tan corto período de tiempo, pasa de expulsarlo del poder a encumbrarlo.
Así las cosas, este largometraje con innegable voluntad de espectáculo hollywoodiense tiene un resultado desigual. Emociona a ratos y asombra con su destreza, fascina con sus exteriores y su fotografía, pero no resuelve el reto fundamental: dar una visión de Napoleón que sea relevante hoy, cuando crece el caudillismo y la deriva bélica y expansionista de los autócratas nacionalistas.