La batalla de los sexos

La batalla de los sexos, feminismo en la cancha de tenis

Una vez pinché en un artículo cuyo título me hizo mucha gracia. Era algo así como “…and the oscar for looking like the person you play in the biopic goes to…”. El artículo mostraba diferentes biopics del 2015 que creyeron que bastaba con una diestra transformación física del actor o actriz principal. En el caso de La batalla de los sexos, se cumplen estas reglas del biopic con finura y precisión; arte, vestuario, interpretaciones, e incluso fotografía (el tratamiento de la imagen rememora constantemente esos tonos ocres lavados que cubrían sutilmente el positivo), engranan a la perfección una recreación muy reminiscente de aquella época, una, como tantas otras y la presente, en la que ocurrían tremendas sandeces como la que trata La batalla de los sexos. Es algo que los directores de Pequeña Miss Sunshine saben hacer bien: escoger circos estadounidenses y convertirlos en películas bien entretenidas.

La batalla de los sexos

Pues bien, aparte de que Emma Stone y Steve Carrell, son dos intérpretes bien comprometidos y talentosos (y esto tiene sus estupendos resultados) la sandez y el circo que nos han decidido contar en La batalla de los sexos no son diferentes de otros ejemplos de histeria yanqui colectiva con fines morales a través del show business. Ya lo conocemos por casos como el del más que evidente asesino O. J. Simpson, que a día de hoy permanece absuelto de la acusación por el homicidio de su ex mujer y un amigo de ésta, tras un juicio que se convirtió en una inverosímil y excéntrica experiencia televisiva que significó, para muchos afroamericanos, una verdadera lucha contra el racismo y el apartheid. O. J. Simpson es afroamericano, y también es un asesino, pero de repente, con una buena campaña de marketing detrás, comenzó a representar un símbolo firme e inquebrantable de la opresión y el racismo policial vigente en la ciudad de Los Ángeles en los años 90, cuando muchísimos de sus seguidores (y otros afroamericanos que pasaban por ahí y necesitaban un blanco al que apuntar su ira) se tomaron su causa como si a la lucha de la raza le fuera la vida en ello. Su juicio fue un show, con patrocinadores, cámaras, helicópteros, y dos bandos desafortunadamente divididos, los blancos y los negros. Todos depositaron sus luchas personales en este detestable personaje y, cuando fue declarado inocente, miles de personas sintieron que su dignidad racial había sido reivindicada y restituida. Sin embargo, celebraron la pantomima de un asesino, afro, pero asesino, que además se creía blanco por dentro. Un despropósito.

¿La batalla de los sexosEl título escogido es bastante triste, teniendo en cuenta la maravillosa historia de una extraordinaria mujer, Billie Jean King, y también, por qué no, lo particular del caso de Bobby Riggs, al que creo, personalmente, que la lucha de sexos no le importaba lo más mínimo. Y por esta razón, esta batalla, el evento en sí, fue algo muy parecido al fenómeno del juicio de O. J. Simpson, antropológicamente hablando, y salvando las distancias, porque una de las cosas que más enganchan de la película (y de la historia real) es esa ligereza con la que ambas partes de la batalla se enfrentan, e incluso se comunican. Ambos eran muy conscientes de lo que estaba ocurriendo: Bobby Riggs era un pobre hombre, adicto al juego y a la fama, que necesitaba restaurar su ego y también su bolsillo, y a la pobre Billie Jean, no le quedó otra opción que formar parte de aquel circo mediático que , para bien o para mal, fue absolutamente necesario para la lucha de las mujeres de la época. Una lucha principalmente relacionada con la ruptura con la noción de mujer físicamente débil, y con sus derechos laborales. Sin embargo, parece que ambos se lo tomaron muy bien, y sus respectivas batallas terminaron triunfando de algún modo. Bobby Riggs era agua brava, de esas de las que no tienes que cuidarte.

La batalla de los sexos

Muchísimo más preocupante fue la muchedumbre histriónica, de nuevo dividida en dos bandos desastrosamente diferenciados (como en el caso de O.J.), que entregó fervientemente todos sus valores de género y moral a un partido de tenis entre un hombre y una mujer. Si la mujer ganaba, se demostraba algo tan neciamente básico como que una mujer puede cobrar lo mismo que un hombre, o incluso puede llevar a cabo esfuerzo físico pesado, superando a un hombre. Y si el hombre ganaba, entonces las cosas se quedaban como estaban. Pero no nos equivoquemos, el malo nunca fue Bobby Riggs, sino todas y cada una de las personas (hombres y mujeres), que de verdad se tomaron en serio ese partido, tanto por un lado como por otro; las personas que creyeron necesario heroificar a una sola mujer, que representara a todas las demás, y que tuviera que partirse el lomo para demostrar, otra vez, que las mujeres somos, simplemente, dignas de algo. Celebrar el triunfo de Billie Jean King tampoco fue feminista; se trató de otra muestra de nuestra interminable historia de “demostrar” nuestra valía natural, que jamás debería ser cuestionada y, por lo tanto, no necesitar reivindicación alguna. Sin embargo, su actitud de humor y levedad respecto al evento, junto con su responsabilidad de dejar en ridículo a aquellas personas que estaban dispuestas a sentenciar la dignidad de la mujer en un simple partido de tenis, si fue una más que loable acción feminista.

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