Hay cineastas que van depurando su estilo hasta alcanzar su cénit artístico con el paso de los años. No es el caso del realizador germano al que le dedicamos este texto con motivo de la integración de Ondina. Un amor para siempre, última propuesta del eficiente Christian Petzold, en el catálogo de Movistar y Filmin.
Si bien es cierto que en el panorama cinematográfico alemán siempre irrumpen cada año interesantes filmes, quizás existió un gran vacío tras esa fantástica generación de directores teutones que explotaron en la década de los 70, con el malogrado Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders, Volker Schlöndorf, Werner Herzog, Werner Schroeter o Margarethe von Trotta.
Die Innere Sicherheit (Christian Petzold, 2000)
Precisamente, ya en el nuevo siglo, aparece de manera fulgurante la figura de Christian Petzold, que ya en su primer trabajo, Die Innere Sicherheit, narra la odisea y el despertar sexual de una adolescente que va de un lado a otro bajo el yugo de sus padres. La escena inicial es paradigmática de lo que será toda la filmografía de este apreciado realizador. Una chica toma un refresco en una terraza de un chiringuito de playa mientras un joven se le acerca y ella rechaza cualquier tipo de conversación por motivos que desconocemos. Pasarán los minutos y el espectador se sentirá aturdido por no saber qué está pasando, y por qué Jeanne, hospedada con lo que parecen sus padres en el Algarve portugués, no es capaz de tomar sus propias decisiones y tiene que trasladarse con ellos de un lugar a otro, frecuentemente con miedo a ser atrapados por un ente desconocido. Por lo tanto, el comienzo de su ópera prima es un fiel reflejo del tipo de cine que observamos a lo largo ya de su dilatada carrera. En sus obras, los personajes se van perfilando a lo largo del metraje, sin ningún tipo de presentación o prólogo que nos aporte pistas de lo que nos vamos a encontrar, suele haber siempre una presencia fantasmagórica que atenaza a sus protagonistas y, como buen artista alemán, dota a sus cintas de una atmósfera fría, a veces gélida, acorde a la tradición de su país.
La crítica ha incluido esta película junto a Gespenter (2005) y Yella (2007) como parte de la denominada trilogía de los fantasmas, por contener personajes, siempre femeninos, que se mueven constantemente sin un rumbo fijo, con vidas complicadas y pasados traumáticos que siguen haciendo mella en su día a día. La primera de ellas, nos permite observar de nuevo cómo Petzold presenta a la protagonista en cuestión sin ningún tipo de escena previa que nos permita intuir detalles de su personalidad, yendo directo al grano y sin recrearse en escenas explicativas. Aquí, una mujer se encuentra recogiendo basura en una zona verde, trabajando para una empresa que ayuda a jóvenes sin recursos, y observa, sin quererlo, una violación, encontrándose un objeto personal de la víctima que le hará entablar relación con ella, otra persona que también vaga por el mundo sin hallar el camino. A través de una narración paralela, descubriremos a una señora madura que lleva peregrinando años en busca de un miembro familiar perdido mientras ella estaba realizando una compra en un supermercado.
Barbara (Christian Petzold, 2012)
Tras Jerichow (2008), ya con su musa Nina Hoss, actriz perfecta para desarrollar esos personajes incompletos, distantes y turbulentos que tan bien domina el realizador alemán, llega la hora de hablar de Barbara (2012), quizás el filme que lo lanza de lleno al estrellato del cine europeo, con el que consigue el Oso de Plata de Berlín, aunque sus filmes no mudarán sus ideas pese a gozar, a partir de aquel momento, de más presupuesto para sus nuevos proyectos. Christian Petzold desenvuelve aquí los miedos y secretos de una enfermera de la RDA que es trasladada a un pequeño hospital de un pueblo rural a modo de castigo. Siendo perseguida en todo momento por la policía secreta del país, la temible Stasi, a la vez que pasa información confidencial al otro lado, se enamora del jefe del hospital. Para un servidor nos hallamos ante su mejor trabajo, donde el director condensa de forma concisa y brillante todas sus características, creando una bonita e íntima relación cocinada a fuego lento entre ambos protagonistas, sin compadecerse de sus destinos y de sus conflictivas experiencias de vida. En definitiva, Barbara supone un ejercicio pausado, reflexivo, reposado y que deja poso en el espectador, funcionando como un retrato de la confianza/desconfianza entre los seres humanos y de la represión política.
Ondina. Un amor para siempre (Christian Petzold, 2020)
Si bien Phoenix (2014), consigue ser una interesante muestra de los efectos de la II Guerra Mundial en la capital germana y en concreto de sus supervivientes, Ondina. Un amor para siempre, estrenada en 2020, supone quizás la evolución definitiva del cineasta germano hacia un artista moderno, que es capaz de incluir metáforas de manera sutil y jugar con el género fantástico, recreando el mito de Ondina, ninfa acuática que habitaba lagos y ríos y destacaba por su exuberante belleza, encarnada en el filme por una radiante Paula Beer. La obra comienza de forma directa, con la maestría propia del realizador, juntando a una pareja en la terraza de una cafetería que solo por las miradas y los silencios intuimos que están al borde de la ruptura y probablemente éste sea el último encuentro entre ellos. Tras lo que parece ser una infidelidad por parte del hombre, ella lo amenaza de muerte, quedándonos perplejos ante tal afirmación, haciendo que a lo largo del filme nos preguntemos si realmente era un calentón del momento o Petzold nos tenía guardado un as de la manga. Obviamente no podemos desvelarlo, siendo este galimatías el principal argumento de interés a lo largo de la obra.
Ella, historiadora, trabaja ofreciendo conferencias en exposiciones sobre las características de las edificaciones urbanísticas en Berlín tras la II Guerra Mundial que arrasó la capital alemana. Un agujero en una de las maquetas sobre las que realiza la charla, sirve como metáfora para explicar el punto negro en el que se encuentra su vida sentimental, totalmente a la deriva. No será la última alegoría de Petzold que, tras mostrarnos la ansiedad de la mujer en su profesión, sufre un accidente con una pecera en la cafetería donde se inicia la película, haciéndose añicos, sufriendo heridas en el cuerpo por el corte de los cristales, símbolo de cómo su vida se ha desmoronado, quedando totalmente rota.
En ese percance, conoce a un submarinista con el que iniciará una nueva relación, no habiendo transición fílmica alguna entre ese imprevisto en la cafetería y su nueva vida, en la que parece otra persona, con un estado de ánimo radicalmente opuesto. A partir de aquí es cierto que la obra pierde peso y fuelle hasta que Christoph, su novio, padece un ataque de celos por una conversación entre Undine y su antigua pareja, abandonándole y sufriendo posteriormente un accidente acuático que le postrará en un estado vegetativo. Da la impresión a lo largo de toda la película que ella busca en Christoph la adrenalina que provoca el submarinismo, como una especie de terapia ante el fracaso de su anterior escarceo amoroso. En este momento, poco se puede decir sin desgranar en exceso la trama, aunque es evidente de que no se trata de un trabajo sencillo, repleto de alegorías y ensoñaciones que pueden confundir al espectador y apartarlo de la historia.
En definitiva, una obra cargada con todas las características de este cineasta que el tiempo pondrá en su sitio, aunque sea dentro de muchos años. De momento, sus nominaciones y premios en diversos y reputados festivales europeos hacen pensar que por fin se le está valorando en su justa medida.