Atlantida Film Fest: Tom à la ferme, rubio platino en peligro

Tengo una relación con Xavier Dolan de puro amor-odio. Sus películas me irritan y fascinan a partes iguales, y el jovenzuelo director siempre consigue darme una de cal y una de arena para que no me olvide de él. Me atrapa con su falso universo magnético para a continuación escupirme una de sus boutades de niño repelente sabelotodo. Pero como ese enemigo al que uno secretamente idolatra, nunca puedo parar de observar al pequeño bastardo canadiense.

Su primera película Yo maté a mi madre me horrorizó pero no pude dejar de mirarla con cierto gustillo, como el que rasca obsesivamente una herida de forma placentera. La exasperante historia de una madre y un hijo muy disfuncionales pero muy cools me arrastró hacia el ataque de nervios. Dolan llevaba la lección bien aprendida sableando sin miramentos a Gus Van Sant, Won Kar-wai o Almodóvar.

Los amores imaginarios, su segundo largometraje y su mejor película, es ligera, divertida, colorida y ridícula. Cuando no trata de ser trascendente y simplemente relata con frescura su versión esteta del amor en tiempos confusos Dolan acierta. Eso sí, Xavier no se priva de alguna de sus tonterias y de vez en cuando se le va la mano con sus indolencia adolescente.

Tom à la ferme

Laurence Anyways es su proyeto más ambicioso. Un drama a través de los tiempos sobre la relación de un transexual con su novia. Todo en esta película es exaltación, ansiedad y emoción desmedida en el peor de los sentidos que yo pueda imaginar. En su intento de hacerlo todo a lo grande, excesivo y épico, se queda en lo superficial e irrisorio.

Y llegamos al fin a la película que nos compete. Hay en este Tom en la granja un intento expreso de cambio, de giro con respecto a su anterior obra. Dolan se mueve por derroteros más sombríos, siniestros y turbios. Intenta despojarse de florituras superfluas, depura su eufórico estilo y se apunta al menos es más: lo consigue finalmente a medias.

Bajo el aspecto y los pilares de un thriller, de una cinta de suspense clásica, Dolan fija esta vez su mirada tanto en Alfred Hitchcock como en Roman Polanski. Un joven viaja a un pueblo perdido de Quebec para asistir al entierro de un “amigo especial”. Allí se encuentra con la madre del fallecido, que no tiene la menor idea de que relación guarda con su difunto hijo, y con el hermano de este, con el que se establecerá una oscura relación de posesión y violencia.

Tom à la ferme

Basada en la obra de teatro de Michel Marc Bouchard, la propuesta conserva signos de teatralidad y austeridad en su puesta en escena. Aunque a veces Dolan prefiere jugar a la confusión a través de una fría y distante planificacón que a mostrar abierta y frontalmente qué ocurre en cada encuadre.

La atmósfera opresiva, la tensión y los personajes están bien conseguidos. El aroma a pulsión sexual reprimida es su gran baza. La música, aunque demasiado presente y reiterativa, tiene su sentido si pensamos en Bernand Herrmann y en sus formas de empujarnos hacia estados de angustia (salvando siempre mucho la distancias). Pero el gran problema de este director es que siempre consigue que algo chirrie estrepitósamente, y cuando rueda una secuencia con gusto y precisión no tarda en volver (un poco menos que en sus pelis anteriores) a su caligrafía manierista y afectada (vease la escena del tango). Al final uno se queda con la sensación de que se ha manejado un material muy interesante, que a veces se le saca partido y otras se deja escapar sin rematar debidamente. Cuando Tom à la ferme llega a su fin, parece que su conclusión es abrupta, torpe y casi inacabada.

El joven Xavier tiene veintipocos años, varias películas a sus espaldas que han viajado por los festivales más importantes del mundo y mucha carrera por delante. Ese egocentrismo propio de su edad, y que parece ser la fuerza motriz de su discurso, es al mismo tiempo creador y destructor de todo su universo.

 

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